domingo, 15 de noviembre de 2015

"Las Babas Del Diablo"




Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, 
usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si 
se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo 
así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros 
vuestros sus rostros. Qué diablos. 
Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera 
sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La 
perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra 
especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra 
máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, 
y sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de 
doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo 
que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. 
Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no 
veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, 
con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de 
engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que 
arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es 
la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo). 
De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a 
preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta 
una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué 
cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en 
el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el 
cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo 
sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, 
porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas 
que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o 
al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los 
muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, 
siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago. 
Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de 
esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya 
está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas 
ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy 
fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo 
miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente 
está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una 
paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es 
la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna 
manera con esto, sea lo que fuere. 
Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si 
me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa 
(porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces 
una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a 
clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; 
mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea. 
Roberto Michel, franco–chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió 
del número 11 de la rue Monsieur–le–Prince el domingo siete de noviembre del año en 
curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas 
trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos de José 
Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, 
y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas 
persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas 
maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, 
cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por 
los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte–Chapelle. Eran apenas 
las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para 
perder tiempo derivé hasta la isla Saint–Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré 
un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me 
vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme 
de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se 
puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio pero en realidad es lo 
mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo. 
Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar 
fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige 
disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la 
mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del 
número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay 
como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol 
en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una 
botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su 
manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa 
una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la 
Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 
1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en 
el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera 
pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las 
cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento. 
Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la 
íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) 
me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las 
que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé 
envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en 
el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que 
en el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito. 
Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, 
aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era 
una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los 
parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me 
sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un 
potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después 
la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía 
miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un 
impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida, 
conteniéndose en un último y lastimoso decoro. 
Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el parapeto, en 
la punta de la isla— que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer 
rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara 
(de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando 
comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena 
quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé 
mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más 
afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se 
bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de 
antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien 
entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es 
más bien difícil. 
Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá 
después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo 
que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía 
un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora 
soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara 
blanca y sombría —dos palabras injustas— y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo 
delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos 
al vacío, dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he 
dicho dos ráfagas de fango verde. 
Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes 
amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o 
ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la 
chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto —pájaro azorado, ángel de 
Fra Filippo, arroz con leche— y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se 
ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los 
quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres pero sin un centavo en el 
bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un coñac, 
un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno 
que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor 
con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las 
doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de 
caoba al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de 
mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río 
para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en 
las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista 
pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros 
felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la 
disponibilidad parecida al viento y a las calles. 
Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora 
aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa 
insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella mañana no 
miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la 
mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba 
inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos 
antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer 
y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá 
el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, 
provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle 
miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo 
la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco 
metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; 
su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría 
por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, 
queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta 
el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la 
mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo 
tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a 
teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a 
besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba, 
sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto 
pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose. 
Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) 
tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, 
restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre del 
sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y 
que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto 
detenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el 
movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando 
parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un 
banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel y 
los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para 
mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario 
estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda 
expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y 
el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo 
ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), 
aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? 
Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero 
sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris... 
Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al 
acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, 
la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el 
tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La 
mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus 
últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles 
(ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa 
(un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el 
azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar 
fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la 
escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían 
desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en 
cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de 
opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la 
iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las 
torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, 
en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de 
fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; 
aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin 
imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin 
satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese 
chico. 
Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que 
imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. 
Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con 
la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, 
porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor 
(con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los 
dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como 
interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían 
robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química. 
Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que 
nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de 
película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de 
color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de 
película, pero cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las 
buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no 
está prohibida en los lugares públicos sino que cuenta con el más decidido favor oficial y 
privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se 
iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y 
echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, 
pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana. 
Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que 
aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se 
esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto 
envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre 
del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en 
la comedia. 
Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había 
pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le 
cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca le temblaba y la 
mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la 
voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel 
apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, 
más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el 
pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía 
acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por 
qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. 
El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo 
insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a 
andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas, 
del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había 
dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos 
por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida. 
Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso. 
Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la 
Conserjería y de la Sainte–Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de 
prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en 
el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el adolescente. El 
negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo 
otra mucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo 
pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la 
instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una 
pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación 
comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, 
como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de 
la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo 
como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable 
(ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los dos 
primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, 
y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José 
Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La 
primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una 
foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas 
cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la 
máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió 
que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así; 
sin duda era la manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal 
pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo 
cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía 
en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el 
chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente para 
valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez 
con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen 
colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la 
entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; 
mi partida no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don 
de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada 
demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo 
verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de 
que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí 
parecía demostrarlo). De puro entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin 
su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. 
Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla; 
Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo, 
aquella foto había sido una buena acción. 
No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese 
momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá 
ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa la condición de su cumplimiento. Creo que 
el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y 
la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una 
ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en 
la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre 
sus cabezas. 
Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside 
dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés —y vi la mano de la mujer que 
empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una frase en francés 
que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que 
chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores 
cuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del 
sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la 
catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su 
mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que 
receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, 
explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy 
bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la 
fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de 
la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al 
hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre 
hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, 
comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo 
que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a 
trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora 
iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos 
horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni 
proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror 
y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra; 
no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros 
maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, 
las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no 
podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una 
fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a 
suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de 
otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y 
tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran 
decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una 
habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, 
de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban 
a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico 
mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta 
contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra 
vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que 
desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese 
instante; había como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. 
Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo 
segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol 
giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, 
la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un 
poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a 
acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, 
entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé 
a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, 
y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo 
veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a 
volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, 
por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me 
quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la 
mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la 
imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una 
lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante 
aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los 
ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota. 
Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo 
incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo 
perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. 
Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una 
nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. 
Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto 
restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un 
llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes, 
de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión. 




















Julio Cortázar

El Corazón Delator

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. 

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía. 

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. 

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: 

-¿Quién está ahí? 

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. 

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. 

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. 

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. 

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. 

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. 

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. 

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. 

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja! 

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? 

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. 

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima. 

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte! 

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón! 















Edgar Allan Poe

Diálogo sobre un diálogo

A- Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo. 

Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron 

A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos. 

Los Asesinos

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador. 
—¿Qué van a pedir? —les preguntó George. 
—No sé —dijo uno de ellos—. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al? 
—Qué sé yo —respondió Al—, no sé. 
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba. 
—Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero. 
—Todavía no está listo. 
—¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta? 
—Esa es la cena —le explicó George—. Puede pedirse a partir de las seis. 
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador. 
—Son las cinco. 
—El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo hombre. 
—Adelanta veinte minutos. 
—Bah, a la mierda con el reloj —exclamó el primero—. ¿Qué tenés para comer? 
—Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches —dijo George—, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife. 
—A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas. 
—Esa es la cena. 
—¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena? 
—Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado... 
—Jamón con huevos —dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes. 
—Dame tocino con huevos —dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador. 
—¿Hay algo para tomar? —preguntó Al. 
—Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George. 
—Dije si tenés algo para tomar. 
—Sólo lo que nombré. 
—Es un pueblo caluroso este, ¿no? —dijo el otro— ¿Cómo se llama? 
—Summit. 
—¿Alguna vez lo oíste nombrar? —preguntó Al a su amigo. 
—No —le contestó éste. 
—¿Qué hacen acá a la noche? —preguntó Al. 
—Cenan —dijo su amigo—. Vienen acá y cenan de lo lindo. 
—Así es —dijo George. 
—¿Así que creés que así es? —Al le preguntó a George. 
—Seguro. 
—Así que sos un chico vivo, ¿no? 
—Seguro —respondió George. 
—Pues no lo sos —dijo el otro hombrecito—. ¿No cierto, Al? 
—Se quedó mudo —dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: —¿Cómo te llamás? 
—Adams. 
—Otro chico vivo —dijo Al—. ¿No, Max, que es vivo? 
—El pueblo está lleno de chicos vivos —respondió Max. 
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina. 
—¿Cuál es el suyo? —le preguntó a Al. 
—¿No te acordás? 
—Jamón con huevos. 
—Todo un chico vivo —dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba. 
—¿Qué mirás? —dijo Max mirando a George. 
—Nada. 
—Cómo que nada. Me estabas mirando a mí. 
—En una de esas lo hacía en broma, Max —intervino Al. 
George se rió. 
—Vos no te rías —lo cortó Max—. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés? 
—Está bien —dijo George. 
—Así que pensás que está bien —Max miró a Al—. Piensa que está bien. Esa sí que está buena. 
—Ah, piensa —dijo Al. Siguieron comiendo. 
—¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? —le preguntó Al a Max. 
—Ey, chico vivo —llamó Max a Nick—, andá con tu amigo del otro lado del mostrador. 
—¿Por? —preguntó Nick. 
—Porque sí. 
—Mejor pasá del otro lado, chico vivo —dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador. 
—¿Qué se proponen? —preguntó George. 
—Nada que te importe —respondió Al—. ¿Quién está en la cocina? 
—El negro. 
—¿El negro? ¿Cómo el negro? 
—El negro que cocina. 
—Decile que venga. 
—¿Qué se proponen? 
—Decile que venga. 
—¿Dónde se creen que están? 
—Sabemos muy bien donde estamos —dijo el que se llamaba Max—. ¿Parecemos tontos acaso? 
—Por lo que decís, parecería que sí —le dijo Al—. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? —y luego a George— Escuchá, decile al negro que venga acá. 
—¿Qué le van a hacer? 
—Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro? 
George abrió la portezuela de la cocina y llamó: —Sam, vení un minutito. 
El negro abrió la puerta de la cocina y salió. 
—¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador. 
—Muy bien, negro —dijo Al—. Quedate ahí. 
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador: 
—Sí, señor —dijo. Al bajó de su taburete. 
—Voy a la cocina con el negro y el chico vivo —dijo—. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo. 
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna. 
—Bueno, chico vivo —dijo Max con la vista en el espejo—. ¿Por qué no decís algo? 
—¿De qué se trata todo esto? 
—Ey, Al —gritó Max—. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto. 
—¿Por qué no le contás? —se oyó la voz de Al desde la cocina. 
—¿De qué creés que se trata? 
—No sé. 
—¿Qué pensás? 
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo. 
—No lo diría. 
—Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa. 
—Está bien, puedo oírte —dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos—. Escuchame, chico vivo —le dijo a George desde la cocina—, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda —parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal. 
—Decime, chico vivo —dijo Max—. ¿Qué pensás que va a pasar? 
George no respondió. 
—Yo te voy a contar —siguió Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson? 
—Sí. 
—Viene a comer todas las noches, ¿no? 
—A veces. 
—A las seis en punto, ¿no? 
—Si viene. 
—Ya sabemos, chico vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine? 
—De vez en cuando. 
—Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine. 
—¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo? 
—Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio. 
—Y nos va a ver una sola vez —dijo Al desde la cocina. 
—¿Entonces por qué lo van a matar? —preguntó George. 
—Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo. 
—Callate —dijo Al desde la cocina—. Hablás demasiado. 
—Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo? 
—Hablás demasiado —dijo Al—. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento. 
—¿Tengo que suponer que estuviste en un convento? 
—Uno nunca sabe. 
—En un convento judío. Ahí estuviste vos. 
George miró el reloj. 
—Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo? 
—Sí —dijo George—. ¿Qué nos harán después? 
—Depende —respondió Max—. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento. 
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías. 
—Hola, George —saludó—. ¿Me servís la cena? 
—Sam salió —dijo George—. Volverá alrededor de una hora y media. 
—Mejor voy a la otra cuadra —dijo el chofer. 
George miró el reloj. Eran las seis y veinte. 
—Estuviste bien, chico vivo —le dijo Max—. Sos un verdadero caballero. 
—Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina. 
—No —dijo Max—, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo. 
A las siete menos cinco George habló: 
—Ya no viene. 
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió. 
—El chico vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo. 
—¿Sí? —dijo George— Su amigo, Ole Andreson, no va a venir. 
—Le vamos a dar otros diez minutos —repuso Max. 
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco. 
—Vamos, Al —dijo Max—. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene. 
—Mejor esperamos otros cinco minutos —dijo Al desde la cocina. 
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo. 
—¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? —lo increpó el hombre—. ¿Acaso no es un restaurante esto? —luego se marchó. 
—Vamos, Al —insistió Max. 
—¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro? 
—No va a haber problemas con ellos. 
—¿Estás seguro? 
—Sí, ya no tenemos nada que hacer acá. 
—No me gusta nada —dijo Al—. Es imprudente, vos hablás demasiado. 
—Uh, qué te pasa —replicó Max—. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no? 
—Igual hablás demasiado —insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas. 
—Adios, chico vivo —le dijo a George—. La verdad que tuviste suerte. 
—Es cierto —agregó Max—, deberías apostar en las carreras, chico vivo. 
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero. 
—No quiero que esto vuelva a pasarme —dijo Sam—. Ya no quiero que vuelva a pasarme. 
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca. 
—¿Qué carajo...? —dijo pretendiendo seguridad. 
—Querían matar a Ole Andreson —les contó George—. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer. 
—¿A Ole Andreson? 
—Sí, a él. 
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares. 
—¿Ya se fueron? —preguntó. 
—Sí —respondió George—, ya se fueron. 
—No me gusta —dijo el cocinero—. No me gusta para nada. 
—Escuchá —George se dirigió a Nick—. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson. 
—Está bien. 
—Mejor que no tengas nada que ver con esto —le sugirió Sam, el cocinero—. No te conviene meterte. 
—Si no querés no vayas —dijo George. 
—No vas a ganar nada involucrándote en esto —siguió el cocinero—. Mantenete al margen. 
—Voy a ir a verlo —dijo Nick—. ¿Dónde vive? 
El cocinero se alejó. 
—Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer —dijo. 
—Vive en la pensión Hirsch —George le informó a Nick. 
—Voy para allá. 
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada. 
—¿Está Ole Andreson? 
—¿Querés verlo? 
—Sí, si está. 
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta. 
—¿Quién es? 
—Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson —respondió la mujer. 
—Soy Nick Adams. 
—Pasá. 
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick. 
—¿Qué pasó? —preguntó. 
—Estaba en lo de Henry —comenzó Nick—, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo. 
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada. 
—Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Iban a dispararle apenas entrara a cenar. 
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra. 
—George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase. 
—No hay nada que yo pueda hacer —Ole Andreson dijo finalmente. 
—Le voy a decir cómo eran. 
—No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: —Gracias por venir a avisarme. 
—No es nada. 
Nick miró al grandote que yacía en la cama. 
—¿No quiere que vaya a la policía? 
—No —dijo Ole Andreson—. No sería buena idea. 
—¿No hay nada que yo pudiera hacer? 
—No. No hay nada que hacer. 
—Tal vez no lo dijeron en serio. 
—No. Lo decían en serio. 
Ole Andreson volteó hacia la pared. 
—Lo que pasa —dijo hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá. 
—¿No podría escapar de la ciudad? 
—No —dijo Ole Andreson—. Estoy harto de escapar. 
Seguía mirando a la pared. 
—Ya no hay nada que hacer. 
—¿No tiene ninguna manera de solucionarlo? 
—No. Me equivoqué —seguía hablando monótonamente—. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir. 
—Mejor vuelvo a lo de George —dijo Nick. 
—Chau —dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick—. Gracias por venir. 
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared. 
—Estuvo todo el día en su cuarto —le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras—. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas. 
—No quiere salir. 
—Qué pena que se sienta mal —dijo la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías? 
—Sí, ya sabía. 
—Uno no se daría cuenta salvo por su cara —dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal—. Es tan amable. 
—Bueno, buenas noches, Señora Hirsch —saludó Nick. 
—Yo no soy la Señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Señora Bell. 
—Bueno, buenas noches, Señora Bell —dijo Nick. 
—Buenas noches —dijo la mujer. 
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador. 
—¿Viste a Ole? 
—Sí —respondió Nick—. Está en su cuarto y no va a salir. 
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina. 
—No pienso escuchar nada —dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina. 
—¿Le contaste lo que pasó? —preguntó George. 
—Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata. 
—¿Qué va a hacer? 
—Nada. 
—Lo van a matar. 
—Supongo que sí. 
—Debe haberse metido en algún lío en Chicago. 
—Supongo —dijo Nick. 
—Es terrible. 
—Horrible —dijo Nick. 
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador. 
—Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick. 
—Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan. 
—Me voy a ir de este pueblo —dijo Nick. 
—Sí —dijo George—. Es lo mejor que podés hacer. 
—No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible. 
—Bueno —dijo George—. Mejor dejá de pensar en eso. 















Ernest Hemingway